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Obras de San Clemente Romano, Madrid, Biblioteca Clásica del Catolicismo 1889.

Primera Carta a los Corintios

Capítulo Primero

La Iglesia que vive en Roma a la Iglesia de Dios que vive en Corinto, a los llamados, a los llamados, a los santificados en la voluntad de Dios por nuestro Señor Jesucristo: sea multiplicada en vosotros la gracia y la paz de Dios Omnipotente por Jesucristo. Por las súbitas y no interrumpidas adversidades y desgracias que nos han ocurrido, hemos tardado, queridos Hermanos, y así lo confesamos, en responder a vuestras consultas y en calmar la impía y detestable sedición, levantada entre vosotros y tan contraria al carácter de aquellos a quienes Dios ha elegido. Algunos pocos hombres insolentes y audaces, a tal extremo han llevado su locura, que vuestro nombre venerable e ilustre y digno de ser amado por todos, ha llegado a pronunciarse con gran descrédito vuestro. ¿Quién, pues, entre vosotros, y habiéndoos conocido, no ha dado testimonio de vuestra fe firme y valerosa? ¿Quién no ha admirado vuestra piedad sobria y humilde en Cristo; quién no ha celebrado la magnificencia con que soléis recibir a vuestros huéspedes, y quién, por fin, no se ha tenido por muy dichoso al conoceros? Porque obrabais siempre sin aceptación de personas, y caminabais en las leyes de Dios, sometidos a vuestras autoridades y dando el honor debido a los ancianos que están entre vosotros. Instruíais a las jóvenes para que viviesen con moderación y honestidad, a las mujeres para que obrasen en todo con una conciencia inculpable, grave y casta, excitándolas a que amasen a sus esposos, según exigen sus deberes, y enseñándolas a que, sometidas a la obediencia de la doctrina, practicaran honestamente sus deberes domésticos y viviesen con la debida modestia.

Capítulo II

Todos, pues, vivíais con un corazón humilde, sin ensoberbeceros, obedeciendo, más que mandando, más gustosos en dar que en recibir, contentándoos con la doctrina de Dios, fijándoos cuidadosamente en sus palabras; disfrutabais de una dulce paz, no olvidando nunca los padecimientos del que os redimió. Gozando así de esa paz sublime e inalterable, todos estabais poseídos de un deseo insaciable de practicar el bien, y la efusión del Espíritu Santo era plena sobre todos vosotros. Fortalecidos también por una voluntad santa, levantabais vuestras manos al Dios Omnipotente, alegre vuestro corazón y con una confianza piadosa, suplicándole que fuera misericordioso con vosotros, si inadvertidamente le habíais ofendido. De día y de noche os dominaba la solicitud por todos vuestros Hermanos, para que el número de elegidos de Dios por su misericordia se salvase. Erais sencillos y sin doblez, prontos siempre a olvidar las injurias que recíprocamente pudierais recibir. Toda disensión, toda escisión era abominable para vosotros; deplorabais los pecados de vuestros prójimos; teníais por vuestros los defectos de aquellos, y dispuestos siempre para toda obra buena, ninguno de vosotros se arrepentía del bien practicado. Enaltecidos con vuestro trato digno de veneración y lleno de todas las virtudes, obrabais siempre según el temor de Dios, teniendo escritos en el corazón los mandatos y preceptos del Señor.

Capítulo III

Se os ha dado todo honor y toda consideración y se ha verificado lo dicho por la Escritura: comió, y bebió, y creció, y engruesó, y dió coces el amado (Deut., XXXII, 15). De aquí la emulación, la envidia, las contiendas, la sedición, la persecución, el malestar, la guerra y la cautividad tuvieron origen. Así se levantaron los miserables y oscuros contra los honrados y los gloriosos, los necios contra los sabios, los jóvenes contra los ancianos. Por esta razón la justicia y la paz están muy lejos, cuando cada cual se aparta del temor de Dios y anda a ciegas en su fe, abandonado las enseñanzas de sus preceptos y no viviendo una vida digna de Cristo, sino que camina según sus desarregladas concupiscencias, oyendo la voz de la inicua e impía envidia, por la cual entró la muerte en el mundo (Sap., II, 24).

Capítulo IV

Así, pues, se ha escrito: Y aconteció andando el tiempo que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas y de su grosura. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda. Mas no miró propicio a Caín y a la ofrenda suya, Y ensañóse Caín en gran manera y decayó su semblante. Entonces Jehová dijo a Caín: ¿por qué te has ensañado y por qué se ha inmutado tu rostro? Si bien hicieres, ¿no serás ensalzado? ¿No es cierto que si bien hicieres serás recompensado, y si mal, estarás luego a las puertas del pecado? Mas tu apetito estará en tu mano y tú te enseñorearás de él. Y dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos fuera. Y como estuviesen en el campo, levantóse Caín contra su hermano Abel y le mató (Gén., IV, 3-8). Veis, Hermanos, que por la emulación y por la envidia se cometió un fratricidio. Por la emulación, nuestro padre Jacob huyó de la presencia de su hermano Esaú. La emulación hizo que José sufriera la persecución hasta la muerte y fuese llevado a la servidumbre. La emulación obligó a Moisés a huir de la presencia de Faraón, rey de Egipto, cuando oyó decir a uno de los hombres de su pueblo: ¿Quién te ha constituido Príncipe y Juez sobre nosotros? ¿Acaso quieres matarme como mataste ayer al Egipcio? (Éxod., II, 14). Por la emulación, Aarón y María habitaron separados del campamento. La emulación de Datán y Abirón los precipitó vivos en los infiernos, por haber promovido un tumulto contra Moisés, siervo de Dios. Por la emulación David no sólo tuvo enemigos extraños, sino que fue perseguido incluso por Saul, rey de Israel.

Capítulo V

Pero dejemos los antiguos ejemplos y vengamos a nuestros conocidos atletas, proponiendo ejemplos gloriosos de nuestro siglo. Por la emulación y la envidia, los que eran fieles y columnas justísimas, padecieron acerbas persecuciones hasta la muerte. Fijemos nuestra vista en los Santos Apóstoles. Por la inicua emulación Pedro sufrió, no alguno que otro, sino muchos trabajos, y de esta manera, llegando hasta el martirio, subió al merecido lugar de la Gloria. Pablo por la emulación sostuvo el combate de la paciencia; fue encarcelado siete veces; tuvo que huir, fue apedreado y convertido en pregón de la fe en Oriente y Occidente, recibiendo el grande premio de ésta, después de haber enseñado a todo el mundo y de haber llegado a los confines de Occidente, y sufriendo el martirio por mandato de los Príncipes. Así abandonó este mundo, y convertido en sublime ejemplo de paciencia, subió al lugar santo.

Capítulo VI

A todos estos varones que arreglaron santamente sus vidas, hay que agregar una gran multitud de elegidos que, habiendo padecido muchas molestias y tormentos por la emulación, fueron entre nosotros admirables ejemplos. Por la emulación se vieron perseguidas las mujeres Danaides y Dirseas, y, después de haber sufrido graves e indecibles suplicios, llegaron al fin de su constante camino en la fe, y a pesar de ser débiles por su cuerpo, recibieron un premio nobilísimo. La emulación separó a las mujeres de sus maridos, haciendo olvidar el dicho de nuestro padre Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne (Gén., II, 23). La emulación y las disputas echaron por tierra grandes ciudades y aniquilaron poderosas naciones.

Capítulo VII

Escribimos esto, queridos Hermanos, no sólo para recordaros vuestros deberes, sino también para recordarlos a nosotros mismos; peleamos en la misma arena y nos está impuesto el mismo certamen que a vosotros. Por lo cual, abandonemos los inútiles y vanos cuidados, y sujetémonos a la gloriosa y veneranda línea de nuestra santa vocación. Pensemos en lo que es bueno, en lo que es grato y aceptable ante Aquel que nos ha creado. Fijémonos en la sangre de Cristo y conozcamos cuán preciosa es para Dios esta sangre, que, derramada para nuestra salud, ofreció a todo el mundo la gracia de la penitencia. Recorramos todas las generaciones y aprendamos que en todas ellas el Señor ha concedido lugar a la penitencia para todos los que han querido convertirse a Él. Noé predicó la penitencia y los que obedecieron se salvaron. Jonás predicó a los ninivitas; éstos, habiendo hecho penitencia de sus pecados, aplacaron a Dios con sus oraciones y consiguieron la salvación, a pesar de haber estado separados de Dios.

Capítulo VIII

Los Ministros de la divina gracia por el Espíritu Santo han hablado de la penitencia, y el mismo Señor de todos ha hablado de ella con juramento: Vivo yo, dice el Señor, no quiero la muerte del pecador, sino su penitencia, añadiendo esta hermosa sentencia: Convertíos y haced penitencia de todas vuestras maldades, y vuestra maldad no será ruina para vosotros (Ezech., XVIII, 30). Y venid y acusadme, dice el Señor; si fueren vuestros pecados como la grana, como nieve serán emblanquecidos; y si fueren rojos como el carmesí, como lana blanca serán (Isa., I, 18). Y si dijeseis: Padre, os oiré como al pueblo santo (Jer., III, 19 y 22). Y en otro lugar dice así: Lavaos, purificaos, apartad de mis ojos la malignidad de vuestros pensamientos, cesad de obrar perversamente; atended a hacer bien; buscad lo justo; socorred al oprimido; haced justicia al huérfano; defended a la viuda y venid y acusadme, dice el Señor. Si fueren vuestros pecados como la grana, como nieve serán emblanquecidos; y si fueren rojos como el carmesí, como lana blanca serán. Si quisiereis y me oyereis, comeréis los bienes de la tierra; mas si no quisiereis y me provocarais al enojo, la espada os devorará, porque la boca del Señor habló (Isa., I, 16-20). Así, pues, queriendo que todos sus escogidos participaran de la penitencia, a todos robusteció con su omnipotente voluntad.

Capítulo IX

Por lo cual obedezcamos a su magnífica y gloriosa voluntad y postrémonos suplicantes ante su misericordia y su benignidad; volvamos a sus misericordias, apartándonos de las vanas obras de la contienda y de la emulación, que conducen a la muerte. Miremos fijamente a aquellos que sirvieron con perfección a su magnífica gloria. Miremos a Enoch que, habiendo sido encontrado justo en la obediencia, fue trasladado y no se conoce su muerte. Noé, encontrado fiel, enseñó al mundo la regeneración por su ministerio, y por él el Señor conservó en paz a los animales que ingresaron en el Arca.

Capítulo X

Abraham, llamando amigo, fue encontrado fiel, cuando obedeció a las palabras de Dios. Por la obediencia salió de su tierra; abandonó su parentela y la casa de su padre para recibir a cambio de una tierra pequeña, de una parentela inútil y de una casa miserable que había dejado, la gran herencia de las promesas de Dios. Y dijo el Señor a Abraham: sal de tu tierra y de tu parentela y de la casa de tu padre, y ven a la tierra que te mostraré. Y hacerte he en gran gente y te bendeciré y engrandeceré tu nombre y serás bendito. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan, y en ti serán benditos todos los linajes de la tierra (Gén., XII, 1-2-3). Y después, cuando se separó de Lot, le dijo Dios: Alza tus ojos y mira desde el lugar donde ahora estás, hacia el Septentrión y el Mediodía, hacia el Oriente y hacia el Poniente. Toda la tierra que registras daré a ti y a tu posteridad, para siempre, y haré tu linaje como el polvo de la tierra, podrá también contra tu descendencia (Ibid., XIII, 14-15-16). Y otra vez dijo: Y sacólo fuera y díjole: Mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes. Y díjole: Así será tu descendencia. Creyó Abraham a Dios y fuéle imputado a justicia (Ibid., XV, 5-6). Por la fe y por la hospitalidad se le dió un hijo en la vejez, y por la obediencia le ofreció en sacrificio a Dios en un monte que este le manifestó.

Capítulo XI

Por la hospitalidad y la piedad, Lot escapó salvo de Sodoma, mientras que toda la región circunvecina fué condenada al fuego y al azufre, manifestando así el Señor que no abandona a los que esperan en Él, pero que castiga duramente a los que de Él se separan. La que juntamente salió con él de la ciudad, y era su mujer, como sintiese de diferente manera, y no pensara como su marido, quedó allí en testimonio de este ejemplar castigo, convertida en estatura de sal hasta los días presentes. Con lo cual se da a entender a todos que los que vacilan, dudando de la penitencia que deben a Dios, que serán expuestos como testimonio de castigo a las futuras generaciones.

Capítulo XII

Por la fe y la hospitalidad se salvó Rahab, la ramera. Porque habiendo enviado Josué sus exploradores a Jericó, se enteró el Rey de aquel país de que venían a explorar su Estados y envió emisarios para que los prendiesen y mataran. Pero la hospitalaria Rahab los recibió y ocultó debajo de un lecho, cubriéndolos con una sábana de lino. Habiendo llegado los emisarios del Rey, dijeron: Unos hombres exploradores de nuestra tierra han llegado a tu casa; entrégalos, porque el Rey así lo mandó. Y ella respondió: Los dos hombres a quiénes buscáis entraron en mi casa, pero salieron inmediatamente y se marcharon. Y no los descubrió. Y dijo a los hombres escondidos: Yo sé ciertamente que el Señor Dios vuestro os entrega esta ciudad, porque el espanto y el temor a vosotros domina a todos sus habitantes. Cuando, pues suceda que la ocupéis, conservadme a mí y a la casa de mi padre. Y ellos le dijeron: Así será como tú nos has dicho. Cuando, pues, tú sepas que nos acercamos, reunirás a todos los tuyos bajo tu techo y serán conservados. Pero todos los que se encuentren fuera de tu casa perecerán. Y además le dieron una señal, es decir, que pusiese pendiente de su casa una cuerda encarnada, manifestando con esto que por la sangre del Señor se había de verificar la redención de todos aquellos que creyesen y esperasen en Dios. Ved, queridos Hermanos, cómo en esta mujer no sólo existió la fe, sino también el don de la profecía.

Capítulo XIII

Seamos, pues, humildes, ¡oh Hermanos! quitando toda arrogancia, todo fausto, toda locura y hagamos lo que está escrito. Dice, pues, el Espíritu Santo: No se gloríe el sabio en su sabiduría ni el fuerte en su fortaleza, ni el rico en sus riquezas; sino el que se gloríe, gloríese en el Señor, buscándole y haciendo juicio y justicia (Jer., IX, 23-24). Acordémonos principalmente de las palabras que pronunció el Señor Jesús enseñando la mansedumbre y la dulzura. Dijo así: Sed misericordiosos para que alcancéis misericordia; perdonad para que se os perdone; como hagáis, así se hará con vosotros; como deis, se os dará; como juzguéis, así seréis juzgados; como condescendáis, así se condescenderá con vosotros; con la misma medida que midáis se os medirá a vosotros (Luc., VI, 36-38). Arreglemos nuestra conducta según estos preceptos y estos mandatos, para que marchemos bajo la obediencia de estas santas palabras, sintiendo humildemente de nosotros. Porque dice el santo Oráculo: ¿Sobre quién miraré sino sobre el manso y quieto y que teme mis palabras? (Isa., XLVI, 2).

Capítulo XIV

Justo es, por tanto, y piadoso, fieles Hermanos, que seamos obedientes a Dios, más bien que sigamos a los que en la soberbia y en la sedición fueron jefes de la abominable emulación. Experimentaremos, no escaso daño, sino más bien un gran peligro, si tumultuosamente nos entregamos a las voluntades de los hombres que nos arrastrarían a las contiendas y a las sediciones, para apartarnos de lo que es justo. Seamos benignos para con ellos, según la misericordia y la dulzura de nuestro Creador. Porque está escrito: Benignos serán los habitantes de la tierra y los inocentes permanecerán en ella, pero los inicuos serán exterminados de ella (Psal., XXXVI, 9). Y además, dice: Vi al impío sobreexaltado y elevado como los cedros del Líbano. Y pasé y he aquí que no era, y busqué su lugar y no lo encontré. Guarda la inocencia y mira la equidad, porque son reliquias para el hombre pacífico (Ibid. XXXVI, 33-37).

Capítulo XV

Acerquémonos, pues, a aquellos que aman la paz con piedad, y no a aquellos que la quieren engañosamente. Porque en algún lugar se dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí (Isa., XXIX, 13). Y además: Con su boca bendecían, pero maldecían en su corazón (Ibid., LXI, 5.). Y aún añaden: Le amaron con su boca y con su lengua le engañaron: Porque su corazón no era recto con él, ni fueron encontrados fieles en su testamento (Isa., LXXVII, 36-37). Castigue el Señor todos los labios mentirosos y la lengua habladora de los que dijeron: ensalcemos nuestra lengua, nos pertenecen nuestros labios, ¿quién es nuestro Señor? Por la miseria de los indigentes y el gemido de los pobres, me levantaré ahora, dice el Señor. Pondrélos en salvo, en esto. Yo obraré confiadamente (Ibid., XI, 3-6).

Capítulo XVI

Porque Cristo pertenece a aquellos que sienten humildemente de sí mismos, no a aquellos que pretenden levantarse sobre su rebaño. El cetro de la majestad de Dios, nuestro Señor Jesucristo, no vino ni con la arrogancia, ni con la soberbia, aunque sea poderoso; sino con la humildad, según lo que dijo de Él el Espíritu Santo. Dijo pues: ¿Quién ha creído lo que no ha oído, y el brazo del Señor a quién ha sido revelado? Y subirá como ramito delante de Él y como raíz de la tierra sedienta: No hay buen parecer en Él, ni hermosura: Y le vimos y no era de mirar y le echamos menos: Despreciado y el postrero de los hombres, varón de dolores y que sabe de trabajos, y como escondido su rostro y despreciado. Por lo que no hicimos aprecio de Él. En verdad tomó sobre sí nuestras enfermedades y Él cargó con nuestros dolores, y nosotros le reputamos como leproso y herido de Dios y humillado. Más Él fue llagado por nuestras iniquidades, quebrantado fue por nuestros pecados: El castigo para nuestra paz fue sobre Él y con sus cardenales fuimos sanados. Todos nosotros, como ovejas, nos extraviamos; cada uno se desvió por su camino y cargó el Señor sobre Él la iniquidad de todos nosotros. Él se ofreció, porque Él mismo lo quiso y no abrió su boca: Como oveja será llevado al matadero y como cordero delante del que lo trasquila, enmudecerá y no abrirá su boca. Desde la angustia y desde el juicio fue levantado en alto; su generación, ¿quién la contará? Porque fue cortado de la tierra de los vivientes; por la maldad de mi pueblo lo he herido. Y a los impíos dará por su sepultura y al rico por su muerte, porque no hizo maldad ni hubo malicia en su boca. Y el Señor quiso quebrantarle con trabajos: si ofreciera su alma por el pecado, verá una descendencia muy duradera y la voluntad del Señor será prosperada por su mano. Por cuanto trabajó, su alma verá y se hartará: Aquel mismo justo mi siervo justificará a muchos con su ciencia, y Él llevará sobre sí los pecados de ellos. Por tanto, le daré por su porción a muchos, y repartirá los despojos de los fuertes, porque entregó su alma a la muerte y con los malvados fue contado y Él cargó con los pecados de muchos y por los transgresores rogó (Isa., LIII, 1 y sig.). Y además Él mismo dijo: Mas yo soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y desecho de la plebe. Todos los que me veían hicieron burla de mí, hablaron con los labios y menearon la cabeza. Esperó en el Señor, líbrele, sálvele, puesto que le ama (Psal., XXI, 7-9). Ved, queridos Hermanos, el modelo que se nos ha dado. Porque si el Señor obró con tanta humildad ¿Qué deberemos hacer nosotros, que por Él hemos venido bajo el yugo de la gracia?

Capítulo XVII

Seamos, pues, imitadores de aquellos que, cubiertos con pieles de cabra y de camellos, anduvieron predicando la venida de Cristo, es decir, de aquellos profetas como Elías y Eliseo, y hasta el mismo Ezequiel, y aun todos aquellos que consiguieron un nombre ilustre. Con una gran fama se vio honrado Abraham, siendo llamado el amigo de Dios; sin embargo, fijando su atención en la gloria de Dios, dijo humildemente: Yo, pues, soy tierra y ceniza (Gén., XVIII, 27). Aun del mismo Job se escribió esto: Job era justo y sin crimen, veraz, que daba culto a Dios y se abstenía de todo lo malo (Job., I, 1). Pero, él mismo, acusándose, dice: Ninguno está limpio de mancha aunque su vida sea de un solo día (Ibid., XIV, 4.). Moisés fué llamado fiel en toda su casa, y por su ministerio determinó Dios librar al pueblo de Israel de sus plagas y humillaciones. Pero él, elevado a tan grande honor, no habló con soberbia; al contrario, cuando oyó el oráculo que le hablaba desde la zarza, dijo: ¿Quién soy yo para que me envíes? Yo seguramente tengo una voz débil y soy tardo de lengua (Éxod., III, 11; IV, 10). Y además, dice: Yo soy como el vapor de una olla.

Capítulo XVIII

¿Qué diremos, pues, de David, que tales testimonios recibió de Dios? Al cual dijo el mismo Dios: Encontré a un hombre según mi corazón, a David, hijo de Jesé; en misericordia eterna le ungí (Psal., LXXXVIII, 21). Y el mismo David dice a Dios: Ten piedad de mí, ¡oh Dios! Según tu misericordia y según la multitud de tus piedades, borra mi iniquidad. Lávame más y más de mi iniquidad y límpiame de mi pecado. Porque yo conozco mi iniquidad, y mi pecado está siempre enfrente de mí. Contra ti solo he pecado y he hecho el mal delante de ti, para que seas justificado en tus palabras y venzas cuando eres juzgado. Pues mira que yo he sido concebido en iniquidades y en pecados me concibió mi madre. He aquí que Tú has amado la verdad; me has manifestado lo arcano y lo oculto de tu saber. Me rociarás con hisopo y seré limpiado; me lavarás y más que la nieve seré emblanquecido. A mi oído darás gozo y alegría y se regocijarán mis huesos abatidos. Aparta tu rostro de mis pecados y borra todas mis iniquidades. Crea en mí ¡oh Dios! un corazón puro y renueva en mis entrañas un espíritu santo. Vuélveme la alegría de tu salud y confórtame con un espíritu principal. Enseñaré a los inicuos tus caminos y los impíos se convertirán a ti. Líbrame de las sangres, Dios, Dios de mi salud, y ensalzará mi lengua tu justicia: Señor, abrirás mis labios y mi boca anunciará tu alabanza. Porque si hubieras querido sacrificio, lo hubiera sin duda ofrecido. Tú no te deleitarás con holocaustos. Sacrificio para Dios es el espíritu atribulado, al corazón contrito y humillado no lo despreciarás ¡oh Dios! (Psal., L, 3-19).

Capítulo XIX

La humildad y la sumisión por la obediencia han hecho mejores, no sólo a nosotros, sino también a los que nos precedieron en otras edades y a los que recibieron las divinas enseñanzas con temor y con verdad, los cuales se hicieron ilustres por los más esclarecidos testimonios. Participando nosotros en tantos, tan grandes y tan ilustres hechos, volvamos al objetivo de la paz, que por tradición hemos recibido desde el principio, y fijemos nuestros ojos en el Padre y Creador de todo el Mundo, y no nos apartemos de sus magníficos dones y de los beneficios de la paz; con nuestro pensamiento contemplémosle, y con los ojos de nuestra mente miremos su voluntad pacientísima, considerando de qué modo se manifiesta suave y fácil para todas sus criaturas.

Capítulo XX

Los cielos se mueven bajo su poder y se le sujetan en paz. El día y la noche recorren el camino ordenado por Él y no se sirven de obstáculo entre sí. También el sol y la luna y los coros de estrellas giran por los círculos que se les han designado, según el mandato de Él, con armonía y sin transgresión alguna. La tierra fecunda según la voluntad de Aquél, produce a su tiempo abundante comida para los hombres y las bestias, y para los animales que viven sobre ella, no repugnando ni variando jamás cosa alguna de aquello que ha sido decretado por Él. Los inescrutables secretos de los abismos, y los inefables de los infernos, están contenidos en sus mandatos. La profunda mole del inmenso mar, amontonada en montañas por su ordenación, no traspasa el muro que la rodea, sino que hace lo que se le mandó. Dijo, pues, el Señor: Hasta aquí llegarás y tus olas se romperán en ti (Job XXXVIII, 10-11). El océano que no puede ser atravesado por los hombres, y los mundos que están después de él, son gobernados por las disposiciones del Señor. Las estaciones de la Primavera, Estío, Otoño e Invierno, se suceden en paz unas a otras. El equilibrio de los vientos obedece, según los tiempos, a sus leyes, sin perturbación alguna. También las fuentes perennes, creadas para uso y salud del hombre, ofrecen constantemente sus corrientes para la vida de éste. Por último, los animales más pequeños forman sus sociedades en la concordia y la paz. Todas estas cosas, el gran Creador y Señor de todos mandó que se hicieran en paz y concordia, siendo bienhechor para todos; pero muy superiormente para nosotros, que nos acogimos a su misericordia por nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y la majestad por los siglos de los siglos. Amén.

Capítulo XXI

Cuidad, queridos hermanos, no sea que sus beneficios, que son tantos, cedan en condenación para todos nosotros, si, no viviendo de una manera digna de Él, no practicáramos con caridad lo que es bueno y aceptable en su presencia. Porque se dice en algún lugar: El espíritu del Señor es luz que escudriña los secretos del corazón (Prov. XX, 27). Consideremos cuán cerca está de nosotros y que nada se le oculta de nuestros pensamientos y de los raciocinios que hacemos. Es justo, pues, que no seamos desertores de su voluntad. Ofendamos a los hombres necios, ignorantes, soberbios y que se glorían en la jactancia de sus palabras, más bien que a Dios. Veneremos al Señor Jesucristo, cuya sangre ha sido entregada por nosotros. Reverenciemos a nuestras autoridades, honremos a nuestros ancianos, enseñemos a los jóvenes la ciencia del temor de Dios. Corrijamos a nuestras esposas hacia lo que es bueno, para que ostenten amables costumbres de la castidad, para que demuestren una voluntad sencilla y sincera, por la mansedumbre, para que manifiesten por el silencio la moderación se su lengua, para que hagan conocer su caridad, no según las propensiones de su ánimo, sino igual para todos los que santamente temen a Dios. Participen vuestros hijos de las enseñanzas de Cristo; aprendan para qué sirve la humildad delante de Dios y lo que puede en su presencia la caridad casta, y cómo su temor es bueno y grande y salva a todos los que caminan en él con pura conciencia. Porque escudriñador es de los pensamientos y de los juicios de la inteligencia Aquél, cuyo espíritu está en nosotros y cuando quiera nos lo quitará.

Capítulo XXII

Todo esto lo confirma la fe en Cristo. Él, pues, nos habla así por el Espíritu Santo: Venid hijos, oidme y os enseñaré el temor del Señor. Quien es el hombre que quiere vida y desea ver días buenos. Guarda tu lengua de lo malo y tus labios no hablen engaño. Apártate de lo malo y haz lo bueno; busca la paz y vete tras ella. Los ojos del Señor sobre los justos y sus orejas a los ruegos de ellos. Mas el rostro del Señor sobre los que hacen cosas malas, para borrar de la tierra la memoria de ellos. Clamaron los justos y el Señor los oyó, y de todas sus tribulaciones los libró (Sal XXXIII, 12-18). Muchos son los azotes del pecador, mas al que en el Señor espera misericordia lo cercará (Ibid., XXXI, 10).

Capítulo XXIII

Padre misericordioso e infinitamente benéfico, se compadece de todos los que le temen, y concede sus gracias benigna y dulcemente a aquellos que se acercan a Él con un corazón sencillo. Por lo cual, no andemos dudando ni vacile nuestra alma acerca de sus magníficos y esplendidos dones. Lejos de nosotros aquella Escritura, en la cual dice: Son desgraciados aquellos que tienen un alma llena de doblez y de vacilaciones, los cuales dicen: También oímos esto en tiempo de nuestros padres, y he aquí que hemos envejecido y nada de aquello nos ha sucedido. Oh locos; comparaos con los arboles; miren la vid, primero brota, después produce el sarmiento, después la hoja, luego la uva verde y amarga, y por último, la uva perfecta y madura. Ya veis cómo en poco tiempo el fruto del árbol llega a la madurez (Jac., I, 8). En la verdad, y de una manera breve y súbita, se realizará su voluntad, asegurando la misma Escritura que vendrá prontamente y no tardará, y de repente vendrá a su templo el Señor, y el Santo a quien vosotros esperáis (Hab., II, 3).

Capítulo XXIV

Consideremos, queridos Hermanos, de qué modo el Señor nos manifiesta continuamente la resurrección que ha de venir, de la cual hizo partícipe el primero al Señor Jesucristo, resucitándole de entre los muertos. Fijémonos, oh amados, en la resurrección que se verifica en todo tiempo. El día y la noche nos manifiestan la resurrección; cae la noche y se levanta el día; desaparece éste y aquella le sobreviene y le sigue. Veamos las cosechas y cómo se hace la siembra del grano. Sale el sembrador y arroja la semilla a la tierra; arrojados los granos de ésta, los que cayeron áridos y desnudos en la tierra, son disueltos; después de esta disolución, por gran providencia de Dios, resucita la vida, y de uno solo produce el aumento de muchos frutos.

Capítulo XXV

Observemos un prodigio admirable que se verifica en los países orientales, esto es, en la Arabia. Existe allí un ave, que se llama fénix; esta es unigénita y vive quinientos años. Cuando ya está cercana a la disolución, por la muerte, se arregla un nido con incienso, mirra y otros aromas, en el cual entra a su tiempo y muere. De su carne descompuesta nace cierto gusano, que alimentándose con los restos del ave fallecida, cría plumas, y después más fuerte, arrebata el nido, donde descansan los huesos de su antecesora, y llevándolo desde la región arábiga hasta Egipto, se dirige a la ciudad que se llama Heliópolis. Volando allí en presencia de los observadores, coloca aquel nido sobre el altar del Sol, y en seguida se vuelve por el camino que trajo. Después los Sacerdotes observan cuidadosamente el cómputo de los tiempos y encuentran que el ave volvió al cumplirse al año quinientos.

Capítulo XXVI

¿Acaso juzgaremos que es cosa grande y admirable el que el Creador de todas las cosas haga resucitar a aquellos que le sirvieron santamente y en la esperanza de su buena fe, cuando por un ave nos manifiesta la magnificencia de su promesa? Dice, pues, en alguna parte: Y me resucitarás y te confesaré (Psal., XXVII, 7): Dormí y tuve sueño y me levanté porque tú estás conmigo (Psal., III, 6). Y además Job dice: Y resucitarás esta carne mía que ha padecido todo esto (Job, XIX, 24-26).

Capítulo XXVII

Con esta esperanza estréchense nuestros corazones con Aquel que es fiel en sus promesas y justo en sus juicios. El que mandó que no mintiéramos, con mucha más razón no mentirá. Porque para Dios nada es imposible sino mentir. Levántese, pues, en nosotros su fe y pensemos que todas las cosas están en su mano. Con la palabra de su magnificencia lo hizo todo y con su palabra puede destruirlo. ¿Quién le dirá, qué has hecho, o quién resistirá el poder de su fortaleza? (Sap., XI, 22). Cuando quiere y como quiere lo hace todo y nada se perderá de lo que Él ha decretado; todas las cosas están en su presencia y nada se esconde a su ciencia. Sí, los cielos publican la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos..., un día habla palabra a otro día y una noche manifiesta sabiduría a otra noche. No hay lenguaje ni habla de quien no sean oídas las voces de ello (Psal., XVIII, 1-4).

Capítulo XXVIII

Puesto que todo es visto y oído por Él, temámosle y abandonemos las impuras codicias de las malas obras, para que por su misericordia estemos a cubierto de sus futuros juicios. Porque, ¿cómo puede ninguno de nosotros huir de su poderosa mano? ¿En qué mundo, pues, se refugiará aquel que huya de Él? Porque dice la Escritura en algún lugar: ¿Adónde iré y dónde me esconderé de tu cara? Si subo al cielo, allí estás Tú; si marcho a los extremos de la tierra, allí está tu diestra; si me aparto hacia los abismos, allí está tu espíritu (Psal., CXXXVIII, 7-10). ¿Adónde, pues, se retirará cualquiera, adónde huirá de Aquel que todo lo llena?

Capítulo XXIX

Acerquémonos, pues, a Él con santidad de alma, elevando nuestras manos castas y no manchadas, amando a este nuestro Padre, benigno y misericordioso, que hizo de nosotros parte de su elección. Porque así se ha escrito: Cuando el Altísimo dividía las gentes, cuando separaba los hijos de Adán, fijó los límites de los pueblos según el número de los hijos de Israel. Mas la porción del Señor es su pueblo, Jacob la cuerda de su heredad (Deut., XXXII, 8 y 9). Y en otro lugar, dice: Si Dios hizo por venir y tomar para sí una gente de en medio de las naciones, con pruebas, señales y portentos, con combate y mano fuerte y brazo tendido, y con visiones espantosas, según todo lo que hizo por vosotros el Señor, Dios vuestro, en Egipto viéndolo tus ojos (Deut., IV, 34).

Capítulo XXX

Puesto que formamos parte del Santo, hagamos todo lo que corresponde a la santidad, evitando la maledicencia, las acciones impuras e impúdicas, la embriaguez, el deseo de novedades, las abominables codicias, el detestable adulterio, la execrable soberbia. Porque Dios, dice, resiste a los soberbios, pero a los humildes da gracia (Jac., IV, 6). Unámonos, pues, a aquellos a quienes Dios ha concedido su gracia. Procuremos la concordia, humildes, continentes, apartándonos lejos de toda murmuración y maledicencia, haciéndonos justos por las obras y no por las palabras. Porque dice: ¿Pues qué, el que mucho habla, no escuchará también, o el hombre parlero será justificado? ¿Por ti solo callarán los hombres, y después de haberle burlado de los otros ninguno les refutará (Job XI, 2-3). Nuestra alabanza sea en Dios y no en nosotros mismos; porque Dios aborrece a aquellos que se ensalzan a sí mismos. El testimonio de nuestras buenas obras séanos dado por otros, como se dio a nuestros padres, varones justos. La temeridad y la arrogancia y la audacia para los maldecidos por Dios; pero la moderación y la humildad y la mansedumbre para aquellos que son bendecidos por Él.

Capítulo XXXI

Acojámonos, pues, esforzadamente a su bendición, y veamos cuáles son los caminos de ella. Recordemos en nuestra conciencia lo que ha sucedido desde el principio. ¿Por qué nuestro padre Abraham fue bendecido? ¿No lo fue acaso porque había obrado la justicia y la verdad por la fe? Isaac, conociendo con confianza lo que había de suceder, se ofreció gustoso al sacrificio. Jacob, huyendo de su hermano con humildad, salió de su patria y se marchó a casa de Labán, y sirvió, y se le dieron las doce tribus de Israel.

Capítulo XXXII

Cualquiera que con ánimo sincero aprecie, cada una de estas cosas, conocerá la magnificencia de los dones concedidos por Él. Porque de Jacob han descendido todos los Sacerdotes y Levitas que sirven al altar de Dios; de él procede el Señor, Jesús, según la carne; de él los Reyes y Príncipes y magnates, según Judá; y no disfrutan de pequeño honor las tribus restantes, según la promesa del mismo Dios: Será tu descendencia como las estrellas del cielo (Gén., XXII, 17).Todos estos, pues, consiguieron la gloria y la grandeza, no por sí mismos, ni por sus obras o por las justas acciones que practicaron, sino por la voluntad de Él. Y nosotros también, llamados por su voluntad en Cristo Jesús, no nos hacemos justos sólo por nosotros mismos, ni por nuestra sabiduría, o por nuestra inteligencia, o por nuestra piedad, o por las obras que practicamos en santidad de corazón, sino por la fe, por la cual justificó a todos desde el principio Dios omnipotente, al cual sea la gloria, por los siglos de los siglos. Amén.

Capítulo XXXIII

¿Qué haremos, pues, oh Hermanos? ¿Cesaremos en las buenas obras y abandonaremos la caridad? No permita el Señor que hagamos tal cosa, sino con diligencia y alegría démonos prisa a terminar toda obra buena. Porque el mismo Hacedor y Señor de todo se complace en sus obras. Afirmó los cielos con su inmenso y supremo poder, adornándolos con su incomprensible sabiduría. Separó también la tierra del agua que la rodea, afirmándola sobre el fundamento inmóvil de su propia voluntad. Dio el ser por esa misma voluntad a todos los animales que en ella se mueven; encerró el mar con su poder a todos los animales que en él viven, después de haberlos creado. Formó con sus divinas e inmaculadas manos al hombre, rasgo de su imagen, superior a todos los animales por su inteligencia. Dijo, pues, Dios así. Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. E hizo Dios al hombre; macho y hembra los hizo (Gén., I, 26-27). Habiendo terminado todo esto lo alabó y bendijo, diciendo: Creced y multiplicaos (Ibid., I, 28). Observemos que todos los justos fueron adornados con las buenas obras, y el mismo Dios, cuando terminó las suyas se alegró. Teniendo, pues, este ejemplo, acerquémonos sin pereza a su voluntad y hagamos obras de justicia con todas nuestras fuerzas.

Capítulo XXXIV

El buen operario recibe confiadamente el pan de su obra, pero el perezoso y flojo no se atreve a mirar a su amo. Conviene, pues, que nosotros estemos siempre dispuestos a practicar el bien, porque de aquí depende todo. Así es, que nos dice: He aquí al Señor y su salario delante del Él, para que dé a cada uno según su obra (Isa., XL, 10). Así, pues, nos amonesta de todo corazón para que no seamos perezosos ni descuidados en toda obra buena. Nuestra gloria y nuestra confianza estén en Él, sujetándonos á su voluntad. Fijémonos en la multitud universal de sus ángeles, de qué modo le sirven, conformándose con su voluntad. Dice, pues, la Escritura: Millares de millares le servían, y diez mil veces cien mil estaban delante de Él (Dan., VII, 10). Y daban voces el uno al otro, y decían: Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria (Isa., VI, 3). Y nosotros, por tanto, reunidos en la concordia con el consentimiento común, clamemos a Él como con una sola boca, con todas nuestras fuerzas, para que seamos partícipes de sus grandes e ínclitas promesas. Porque dice: Desde el siglo no oyeron ni con los oídos percibieron: ojo no vió, salvo tú, oh Dios, lo que has preparado para aquellos que te esperan (Ibid., LXIV, 4).

Capítulo XXXV

¡Cuán bienaventurados son, queridos Hermanos, y cuán admirables los dones de Dios! Vida en la inmortalidad, esplendor en la justicia, verdad en la libertad, fe en la confianza, continencia en la santidad; y todo esto está sometido a nuestro entendimiento. Pero ¿cuáles son los que se preparan para los buenos? El Creador Santísimo y Padre de los siglos conoce la cantidad, hermosura y excelencia de ellos. Nosotros, pues, procuremos con todo cuidado encontrarnos en el número de los que lo esperan, para, que participemos de los dones prometidos. Pero ¿de qué modo sucederá esto, queridos? Si nuestro entendimiento permanece firme en la fe de Dios, si buscamos lo que le es grato y aceptable, si hacemos lo que está conforme con su inmaculada voluntad y seguimos el camino de la verdad; apartando de nosotros toda injusticia é iniquidad, la avaricia, los altercados, las maldades y los fraudes, las murmuraciones y maledicencias, el odio de Dios, la soberbia, la ostentación, la vanagloria, el amor de la vanidad. Porque los que pecan así son odiosos a Dios. Y no sólo los que esto hacen, sino los que consienten con ello. Porque dice la Escritura: Mas al pecador dijo Dios: ¿Por qué tú hablas de mis mandamientos y tomas mi Testamento en tu boca? Puesto que tú has aborrecido la enseñanza y has echado a la espalda mis palabras. Si veías a un ladrón echabas a correr con él, y con los adúlteros ponías tu porción. Tu boca abundó en la malicia y tu lengua urdía engaños. Sentándote, hablabas contra tu hermano y ponías tropiezo contra el hijo de tu madre. Esto hiciste y callé. Injustamente creíste que seré tal como tú. Te argüiré y te pondré delante de tu cara. Entended esto los que olvidáis a Dios, no sea que os arrebate y no haya quien os libre. Sacrificio de alabanza me tomará, y allí el camino por donde le mostraré la salud de Dios (Psal., XLIX, 16-2-3).

Capítulo XXXVI

Este es el camino, carísimos, en el cual encontramos nuestra salud, Jesucristo, Pontífice de nuestras oblaciones, patrono y auxiliar de nuestra debilidad. Por Él nos dirigimos a la altura de los cielos, por Él miramos su cara inmaculada y esplendorosa, por Él se han abierto los ojos de nuestro corazón, por Él nuestra inteligencia oscura e ignorante ha recibido una luz admirable; por Él ha querido el Señor que podamos saborear un conocimiento inmortal. El cual siendo el resplandor de la gloria y la figura de su sustancia, y sustentándolo todo con la palabra de su virtud, habiendo hecho la purificación de sus pecados, está sentado a la diestra de la Majestad en las alturas. Hecho tanto más excelente de los ángeles, cuanto heredó más excelente nombre que ellos. (Hebr., I, 3-4). Así pues, se ha escrito también: Que haces a tus ángeles, espíritus, y a tus Ministros, fuego quemador. (Psal., CIII, 4) El mismo Dios dijo así de su hijo: Mi hijo eres Tú: Yo te he engendrado hoy. Pídeme y te daré como heredad las naciones y como tu posesión los confines de la tierra. (Psal., II, 7-8). Y además le dice: Siéntate a mi derecha, mientras pongo a tus enemigos por escabel de tus pies (Psal., CIX, 1) ¿Quiénes son, pues, los enemigos del Señor? Los que son malos, y aquellos que oponen su voluntad a la voluntad divina.

Capítulo XXXVII

Militemos, pues, queridos hermanos con todas nuestras fuerzas en sus preceptos inmaculados. Pensemos en aquellos que pelean bajo la obediencia de nuestros jefes, buscando de qué modo más ordenado, más valiente y más sumiso obedecerán sus mandatos. No todos son perfectos, ni oradores, ni centuriones, ni quincuagenarios, por ejemplo, sino que cada uno en su puesto cumple las ordenes de su Rey o de su jefe. Los grandes no pueden vivir sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes. Existe un cierto enlace mutuo entre todos, y es necesario realizarlo. Sírvanos de ejemplo nuestro cuerpo. La cabeza nada es sin los pies, ni éstos sin aquélla. Los miembros más pequeños de nuestro cuerpo son necesarios y útiles a todo él; todos ellos conspiran al mismo fin y sirven a la conservación de todo el cuerpo, con unidad de usos.

Capítulo XXXVIII

Consérvese pues, todo nuestro cuerpo en Cristo Jesús, y cada uno esté sometido a su prójimo, según el don que obtuvo por gracia de Él. El fuerte, pues, no desprecie al débil, pero el débil respete al fuerte; el rico dé al pobre, pero éste de gracias a Dios porque le ha deparado a otro por el cual sea socorrida su miseria. El sabio manifieste su sabiduría, no en palabras, sino en buenas obras. El humilde no emita juicio sobre sí mismo, sino que permita que lo emita otro. El que es casto en su carne no se gloríe, sabiendo que es otro el que le concede el don de la continencia. Pensemos pues, oh Hermanos, de qué materia hemos sido hechos, cómo y de que manera hemos entrado en el mundo, como viniendo del sepulcro y de las tinieblas, nuestro Autor y Creador nos trajo a su mundo, habiendo preparado sus beneficios antes de que naciéramos. Habiendo recibido de Él todas estas cosas, por todo debemos dar gracias a Él, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Capítulo XXXIX

Los necios y los ignorantes, los fatuos y los indoctos, nos censuran y se burlan de nosotros, queriendo realzarse con sus pensamientos. ¿Pero qué es lo que puede un mortal? ¿qué fuerza puede tener un hijo de la tierra? Porque está escrito: Paróseme delante uno cuyo rostro no conocía, una imagen delante de mis ojos y oí una voz como de airecillo apacible. ¿Por ventura el hombre en comparación de Dios será justificado? ¿o el varón será más fuerte que su Hacedor? He aquí que los mismos que le sirven no son estables y en sus ángeles halló torcimiento. (Job., IV, 16-18), ni los cielos son limpios en su presencia (Ibid., XV, 15), cuanto más aquellos que moran en casas de barro y tienen un cimiento de tierra, serán consumidos como la polilla. De la mañana a la tarde serán cortados y por cuanto ninguno tiene inteligencia perecerán para siempre y los que de ellos quedaren serán arrebatados y morirán y no en sabiduría (Job., IV, 19-21). Llama, pues, si hay quien te responda, y vuélvete a alguno de los Santos. Verdaderamente al necio quita la vida la ira y al apocado le mata la envidia. Yo vi al necio con firmes raíces y al punto maldije su belleza. Lejos de salud estarán sus hijos y hollados serán en la puerta y no habrá quien los libre. Cuya mies comerá el hambriento y a él le arrebatará el armado y los sedientos beberán sus riquezas. (Ibid., V, 1-5)

Capítulo XL

Siéndonos, pues, conocidas todas estas cosas, aun si miramos a los profundos abismos de la ciencia divina, debemos practicar ordenadamente todo lo que el Señor nos mandó hacer, en tiempos determinados, es decir, las oblaciones y los oficios, los cuales no deben hacerse temeraria y desordenadamente, sino en los tiempos y horas prefijados; en los cuales, Él mismo, por su soberana voluntad, declaró quienes debían celebrarlos, para que hecho todo pura y santamente, según su beneplácito, fuese aceptable a su voluntad. Aquellos, pues, que hacen sus oblaciones en los tiempos prefijados, son aceptados y dichosos, porque los que siguen las leyes del Señor, no se extravían. Al Sumo Sacerdote, pues, se le han marcado sus funciones, a los Sacerdotes se ha designado su lugar propio; los Levitas se ocupan en su ministerio; el hombre laico está ligado por preceptos laicos.

Capítulo XLI

Hermanos: cada uno de vosotros en su estado dé gracias a Dios, viviendo en buena conciencia, no infringiendo la regla establecida de su cargo, con toda honestidad. No en todas partes, hermanos, se ofrecen sacrificios perennes, votivos, o por el pecado y el delito, sino solamente en Jerusalén. Ni allí se hace esto en cualquier lugar, sino en el templo, sobre el altar, haciendo primeramente el Sumo Sacerdote y dichos Ministros la inspección y prueba de lo ofrecido. Aquel, pues, que hace algo contrario a lo que está conforme a la voluntad de Él, es condenado a muerte. Considerad, Hermanos, que cuanto más dignos de conocimiento hemos sido considerados, a tanto mayor peligro estamos expuestos.

Capítulo XLII

Los Apóstoles nos evangelizaron en nombre del Señor Jesucristo; Jesucristo en nombre de Dios. Porque Cristo fue enviado por Dios y los Apóstoles por Cristo, y lo uno y lo otro se hizo ordenadamente por la voluntad de Dios. Así, pues, habiendo recibido sus encargos, convencidos ciertamente por la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, y confirmados en la fe por la palabra de Dios, con la plenitud del Espíritu Santo y con toda seguridad, se diseminaron, anunciando que iba a llegar el reino de Dios. Predicando, pues, por las regiones y las ciudades, habiendo obtenido sus primicias por el Espíritu, instituyeron Obispos y Diáconos para aquellos que debían creer. Ni esto se hizo como cosa nueva; mucho tiempo antes se había escrito ya de los Obispos y de los Diáconos. Dice, pues, así la Escritura en algún lugar: Constituiré Obispos de ellos en la justicia, y Diáconos de ellos en la fe (Isa., LX, 17).

Capítulo XLIII

¿Y qué hay que admirar si aquellos a quienes Dios confió este cargo en Cristo instituyeron a los ya dichos? También el bienaventurado Moisés, siervo fiel en toda la casa, anotó en los libros sagrados todo lo que le había sido mandado. Siguiéronle los demás Profetas, dando testimonio juntamente de todo lo que él había dicho, porque Moisés, viendo que había nacido una emulación por el sacerdocio, y discutiendo entre sí las tribus, sobre cuál de ellas estaba adornada por este glorioso nombre, mandó que los doce jefes de las tribus le presentasen unas varas, en cada una de las cuales estuviese escrito el nombre de su tribu. Y habiéndolas recibido, las ató y selló con el anillo de aquellos jefes, colocándolas en el Tabernáculo del testimonio, sobre la mesa de Dios, y cerrado el Tabernáculo, selló las cerraduras, como había hecho con las varas, y les dijo: Varones Hermanos, aquel de cuya tribu florezca la vara, será el elegido por Dios para que su tribu desempeñe el sacerdocio y le sirva. Al día siguiente convocó a todo Israel, seiscientos mil hombres, y enseñó los sellos a los jefes de las tribus; abrió el Tabernáculo del testimonio y sacó las varas. Y se encontró que la vara de Aarón, no sólo había florecido, sino que tenía fruto. ¿Qué os parece, queridos? ¿Acaso Moisés sabía previamente que esto iba a suceder? Lo conocía perfectamente; pero para que no se levantase sedición entre los israelitas, obró así, para que se glorificase el nombre del verdadero y único Dios, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Capítulo XLIV

Pero nuestros Apóstoles, por Jesucristo Señor Nuestro, previeron que habría de haber lucha acerca del nombre de Episcopado, y por esta misma razón, conociendo perfectamente lo que había de suceder, instituyeron los ya dichos, y dieron las reglas a los que después habían de sucederles, para que cuando éstos muriesen, otros varones probados continuasen su ministerio y desempeñasen su cargo. Creemos, pues, que se priva injustamente de sus cargos a los que fueron consituidos por los Apóstoles o por aquellos esclarecidos varones, con el consentimiento de la Iglesia universal; a aquellos que administraron el redil de Cristo rectamente y con humildad, tranquilamente, ejerciendo su liberalidad; a aquellos que durante mucho tiempo recibieron de todos honroso testimonio. Porque seguramente no será pequeño nuestro pecado, si deponemos del episcopado a los que ofrecen santamente sus dones, sin que nadie pueda quejarse de ellos. Los santos Presbíteros, que han sido los primeros en andar su camino, y que han conseguido abundante y perfecto fruto en su ministerio, no deben temer que nadie los aparte del lugar en que fueron constituídos. Vemos, sin embargo, que vosotros habéis removido de sus puestos a algunos que vivían santamente y que cumplían con su administración de una manera irrepresible y honrada.

Capítulo XLV

Queridos Hermanos, tenéis contiendas y emulaciones en las cosas que no pertenecen a la salvación. Estudiad con cuidado las Escrituras, los verdaderos oráculos del Espíritu Santo. Observad que allí nada se ha escrito que sea injusto o malo. No encontraréis allí que los justos hayan sido nunca perseguidos por hombres santos. Los justos han sufrido persecuciones, pero por los impíos; han sido encarcelados, pero también por los impíos. Han sido apedreados por los malvados, y muertos por los criminales y por los que se dejaron llevar de un falso celo. Pero mientras sufrían todo esto, vivieron con ánimo tranquilo. ¿Qué diremos, pues, oh Hermanos? ¿Acaso Daniel fue arrojado a la cueva de los leones por hombres que temían a Dios? ¿Acaso Ananías, Azarías y Misael fueron encerrados en un horno de fuego por aquellos que tributaban al Altísimo magnífico y noble culto? Lejos de nosotros semejante idea. ¿Quiénes fueron, pues, los que cometieron estas maldades? Hombres dignos de odio y de execración, llenos de toda malicia, a tal punto llegaron de su furor, que arrojaron a todas las afrentas y a todos los tormentos a estos varones que servían a Dios con santo e inmaculado propósito, olvidando que el Altísimo es defensor y protector de aquellos que con pura conciencia sirven a su nombre poderosísimo, al cual sea la gloria, por los siglos de los siglos. Amén. Pero aquellos, sufriendo con fe, se hicieron herederos de la gloria y del honor, y fueron exaltados y hechos bienaventurados por Dios en su memoria, por los siglos de los siglos. Amén.

Capítulo XLVI

Conviene, queridos Hermanos, que nosotros nos fijemos mucho en estos ejemplos. Porque está escrito: Uníos a los Santos, porque los que a ellos se unen serán santificados. Y además, en otro lugar, dice: Con el varón inocente, inocente serás; y con el elegido, elegido serás; y con el pervertido, serás pervertido (Psal., XVII, 26-27). Por lo tanto, aproximémonos a los inocentes y a los justos, porque éstos son los elegidos de Dios. ¿Por qué ha de haber entre vosotros cuestiones, iras, discusiones, cismas y guerra? ¿Acaso no tenemos todos un Dios único, un Cristo y un Espíritu de gracia, que se ha derramado sobre nosotros y una vocación en Cristo? ¿Por qué separamos y destrozamos los miembros de Cristo y promovemos sediciones contra nuestro propio cuerpo, llegando hasta la locura de olvidar que los miembros de uno son los miembros de los demás? Acordaos de las palabras de Jesús Nuestro Señor. Dijo pues: Ay de aquel hombre; bueno hubiera sido para él no haber nacido, antes que escandalizar a uno de mis elegidos; mejor hubiera sido haberle puesto una piedra al cuello y haberle arrojado al mar, que el haber escandalizado a uno de mis pequeños (Matt., XVIII, 6). Vuestro cisma ha pervertido a muchos; a muchos ha producido decamiento de ánimo; a muchos vacilaciones; a todos nosotros, tristezas. ¡Y aun permanecéis en vuestras turbulencias!

Capítulo XLVII

Coged la epístola del bienaventurado Pablo Apóstol. ¿Qué es lo primero que escribió en el Evangelio (en el Nuevo Testamento) para vosotros? Sin duda os escribió, según el Espíritu Santo, sobre sí mismo, sobre Cefas y Apolo, porque ya entonces andabais divididos en diversos pareceres; pero aquella diversidad de opiniones era en vosotros pecado más leve; porque vacilabais entre los Apóstoles de reconocida santidad y un varón reconocido por ellos. Pero ahora advertid quiénes son los que os han pervertido, disminuyendo el prestigio de vuestro acreditado amor fraternal. Cosa fea es, queridos, cosa muy fea e indigna de una sociedad cristiana, el oir que la fuertísima y antigua Iglesia de los Corintios, por motivo de unos hombres cualesquiera, haya promovido sedición contra sus Presbíteros. Y la noticia de esto no sólo ha llegado hasta nosotros, sino también hasta a aquellos que están lejos de nosotros por su fe y por sus opiniones; de modo, que por vuestras imprudencias, hasta es blasfemado el nombre de Dios y aún se crea para vosotros un grave peligro.

Capítulo XLVIII

Abandonemos, pues, esto prontamente; prosternémonos ante el Señor y lloremos, suplicándole que, olvidando nuestras ofensas, se reconcilie con nosotros y nos restituya a nuestra sociedad casta y honrosa, por medio del amor fraternal. Porque esta es la puerta de la justicia, abierta para la vida eterna, como se ha escrito: Abridme las puertas de la justicia; entrando por ellas confesaré al Señor. Esta es la puerta del Señor; los justos entrarán por ella (Psal., CXVII, 19-20). Estando, pues, abiertas nuestras puertas, la que es de la justicia es también la de Cristo; por la cual son bienaventurados todos los que entraren, dirigiendo su camino en santidad y justicia, cumpliendo sus deberes sin vacilar. Si alguno es fiel, si es poderoso en la expresión de sus pensamientos, si es sabio para juzgar de las palabras, si es puro en sus obras, debe ser también tanto más humilde cuanto mayor aparezca, y buscar lo que es útil a todos, pero no lo que es útil para él mismo.

Capítulo XLIX

El que tiene la caridad en Cristo, guarde los mandatos de Cristo. ¿Quién puede enaltecer y expresar el vínculo de la caridad de Dios? ¿Quién puede explicar de una manera conveniente la magnificencia de su bondad, la altura, a la cual eleva la caridad? Esto no puede expresarse con palabras. La caridad nos une a Dios: La caridad cubre la multitud de pecados; la caridad todo lo sufre (Jac., V, 20; 1Cor., XIII, 7), todo lo tolera con ánimo tranquilo. En la caridad no hay nada sucio, nada soberbio; la caridad no tolera el cisma; la caridad no excita sediciones; la caridad todo lo hace en concordia. Todos los elegidos de Dios se han hecho perfectos por la caridad. Sin la caridad nada es aceptable para Dios. En la caridad nos llamó el Señor; por la caridad que respecto a nosotros tuvo Jesucristo, Señor Nuestro, según la voluntad de Dios, derramó su sangre por nosotros y entregó su carne por nuestra carne y su alma por nuestras almas.

Capítulo L

Ya veis, queridos Hermanos, cuán grande y admirable cosa es la caridad y que la perfección de la misma no puede ser explicada. ¿Quién puede merecer poseerla sino aquellos, a quienes Dios quiso hacer dignos? Oremos, pues, y pidamos a su misericordia que nos conceda vivir en la caridad, sin culpas y libres de las humanas propensiones. Todas las generaciones, desde Adán hasta nuestros días, han pasado; pero los que por la gracia de Dios fueron perfectos en la caridad, ocupan el lugar de los bienaventurados y serán reconocidos en la visitación del reino de Cristo. Porque está escrito: Anda, pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tus puertas tras de ti, escóndete un poco por un momento hasta que pase la indignación (Isa., XXVI, 20) y os sacará de vuestros sepulcros (Ezech., XXXVII, 12-13). Seremos dichosos, amados hermanos, si practicamos los preceptos del Señor en la concordia de la caridad, para que por ella nos sean perdonados los pecados. Porque está escrito: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas y cuyos pecados son borrados. Bienaventurado el hombre al cual no imputará el Señor su pecado, ni en cuya boca hay mentira (Psal., XXXI, 1-2). Esta bienaventuranza espera a los elegidos de Dios por Jesucristo, Señor Nuestro, a quien sea la gloria, por los siglos de los siglos. Amén.

Capítulo LI

Cualesquiera que sean, pues, las faltas que hayamos cometido, por los ataques del adversario, pidamos perdón; aquellos que fueron jefes y promovedores de la sedición, deben considerar la esperanza común. Los que viven con temor y caridad, prefieren sufrir los agravios más bien que hacerlos a sus prójimos, y mejor se condenan a sí mismos que faltar a aquella hermosa y santa comunidad de sentimientos que hemos recibido. Porque mejor es para el hombre confesarse de sus culpas y pecados, que endurecer su corazón, como se endureció el corazón de aquellos que levantaron tumulto contra Moisés, siervo de Dios, y cuya condenación se vió clara. Porque descendieron al infierno vivos y la muerte los absorbió. Por la misma razón Faraón y su ejército y todos los magnates de Egipto, y también sus carros de guerra y sus caballeros, fueron sumergidos en el fondo del mar Rojo y perecieron, porque sus obcecados corazones se habían endurecido, después de los prodigios y milagros que había hecho en tierra de Egipto Moisés el siervo de Dios.

Capítulo LII

De cosa alguna necesita el Señor de todo, queridos hermanos; nada desea, sino que se le haga confesión. Dice, pues, David, su elegido: Y alabaré el nombre de Dios con cántico y lo engrandeceré con alabanzas: Y agradará a Dios más que el tierno novillo, cuando le salen las astas y las pezuñas. Porque oyó a los pobres el Señor y no despreció a sus presos (Psal., LXVIII, 31-32-34). Sacrifica a Dios sacrificio de alabanza y cumple al Altísimo sus votos. E invócame en el día de la tribulación, te libraré y me honrarás (Ibid., XLIX, 14-15). Porque: Sacrificio para Dios es el espíritu atribulado (Ibid., L, 19).

Capítulo LIII

Conocéis las Sagradas Escrituras, y muy bien ciertamente, queridos Hermanos, habiendo penetrado en las palabras del Señor. Traedlas de nuevo a vuestra memoria. Habiendo Moisés subido al monte y pasado cuarenta días y cuarenta noches en el ayuno y en la humildad, le dijo Dios: Anda, baja; pecó tu pueblo, el que sacaste de la tierra de Egipto. Pronto se han apartado del camino que les mostraste y se han hecho un becerro de fundición y le han adorado. Y dijo más el Señor a Moisés: Veo que ese pueblo es de dura cerviz: Déjame que se enoje mi saña contra ellos y que los deshaga; y te haré caudillo de un gran pueblo. Mas Moisés rogaba al Señor, su Dios, diciendo: ¿Por qué, Señor, se enoja tu saña contra tu pueblo? (Éxod., XXXII, 7 y sig.). Ó perdónales esta culpa, o si no, bórrame de tu libro que has escrito (Ibid., XXXII, 31-32). ¡Oh caridad grande! ¡Oh insuperable perfección! El siervo habla con libertad al Señor, pide el perdón para el pueblo, y si no, suplica ser castigado con él.

Capítulo LIV

¿Quién, pues, entre vosotros es generoso, quién está poseído de la misericordia y de la caridad? El que lo sea, diga: Si por mí se han originado la sedición, la discordia y el cisma, basta ya, me retiro adonde queráis, estoy dispuesto a hacer lo que disponga la mayoría; sólo deseo que viva en paz el aprisco de Cristo dirigido por los Presbíteros constituidos en él. El que esto hiciere alcanzará grande honra en el Señor y será bien recibido en todas partes. Porque del Señor es la tierra y su plenitud. Esto hicieron siempre, y esto harán, los que viven en una vida cristiana, de lo cual nunca hay que arrepentirse.

Capítulo LV

Pero citemos aún ejemplos de los gentiles. Muchos reyes y príncipes, durante el tiempo de crueles epidemias, y aun habiendo sido advertidos por sus oráculos, se entregaron ellos mismos a la muerte, para librar con su sangre a sus conciudadanos. Otros abandonaron sus ciudades, para que no continuaran las sediciones. Conocemos a muchos de los nuestros que se constituyeron en las cárceles para salvar a otros. Muchos se entregaron a la servidumbre, y cobrado su propio precio, con él alimentaron a otros. Varias mujeres, fortalecidas por la gracia de Dios, practicaron acciones valerosas y viriles. La bienaventurada Judith, estando sitiada la ciudad, suplicó a los ancianos que la permitieran visitar el campamento de los enemigos, y salió de la ciudad, exponiéndose al peligro por el amor de su patria y de su pueblo, y el Señor entregó a Holofernes en manos de esta mujer. Ni fue menos perfecta, según la fe, Ester, la cual se puso en peligro, para librar a las doce tribus de Israel próximas a perecer. Porque por medio del ayuno y de la humildad oró ante el Señor, que todo lo ve, Dios de los siglos, el cual, viendo la humildad de su alma, salvó aquel pueblo en cuyo favor ella había arrostrado los peligros.

Capítulo LVI

Nosotros también oremos por aquellos que han caído en algún pecado, para que se les conceda la moderación y la humildad, para que no cedan a vuestra voluntad, sino a la de Dios, pues así será para ellos fructuoso y perfecto este recuerdo de la misericordia propia de Dios y de los justos. Practiquemos, queridos Hermanos, aquella enseñanza según la cual nadie debe creerse humillado. Las amonestaciones que recíprocamente nos hacemos, son buenas y muy útiles, puesto que nos identifican con la voluntad de Dios. Así, pues, dice la Sagrada palabra: El Señor me castigó reciamente, mas no me entregó a la muerte (Psal., CXVII, 18). Porque al que ama el Señor, lo castiga y se complace en él como un padre en su hijo (Prov., III, 12). El justo me corregirá y me reprenderá con misericordia, mas el aceite del pecador no ungirá mi cabeza (Psal., CXL, 5). Bienaventurado el hombre a quien Dios corrige; no despreciéis, pues, la corrección del Señor, porque Él mismo hace la llaga y da la medicina; hiere y sus manos curan. En seis tribulaciones te librará, y a la séptima no te tocará el mal. En la hambre te librará de la muerte, y en la guerra de la mano de la espada. Estarás a cubierto del azote de la lengua y no temerás la calamidad, cuando llegare. En la desolación y hambre te reirás y no temerás las bestias de la tierra. Aun con las piedras de los campos tendrás tu pacto y las bestias de la tierra serán pacificas para ti. Y sabrás que tiene paz tu tienda y, visitando lo hermoso de ella, no pecarás. Sabrás también que se multiplicará tu linaje y tu descendencia, como la yerba de la tierra. Y vendrás al sepulcro, como trigo maduro que regaron a tiempo, o como el montón de la era que a su tiempo se encierra (Job, V, 17-26). Ved, pues, queridos Hermanos, como son protegidos aquellos a quienes el Señor corrige, porque, siendo Dios bueno, nos castiga para que no olvidemos sus santas enseñanzas.

Capítulo LVII

Vosotros, pues, los que fuisteis origen de esta sedición, estad sometidos a los Presbíteros, y recibid esta corrección como penitencia, doblegando vuestros corazones. Aprended a obedecer, deponiendo la jactancia arrogante y la soberbia de vuestra lengua; porque mejor es para vosotros aparecer pequeños y justos en el redil de Cristo, que ostentaros como muy sabios y ser arrojados de su esperanza. Porque dice así la Sabiduría, comprendiendo toda virtud: Volveos a mi corrección; ved aquí que os declararé mi espíritu y os mostraré mis palabras. Por cuanto os llamé y dijisteis que no, extendí mi mano y no hubo quien mirase; despreciásteis todos mis consejos y de mis reprensiones no hicisteis caso. Yo también me reiré en vuestra muerte, y os escarneceré cuando os viniere aquello que temíais. Cuando se dejare caer de repente la calamidad y se echase encima la destrucción como una tempestad; cuando viniere sobre vosotros la tribulación y la angustia. Entonces me llamaréis y no os oiré, me buscarán los malos, y no me hallarán. Porque aborrecieron la sabiduría y no recibieron el temor del Señor, ni condescendieron a mi consejo y desacreditaron toda reprensión mía. Comerán, pues, los frutos de su camino y se hartarán de sus consejos (Prov., I, 23-32).

[Con respecto a otras ediciones, falta el texto desde 57,7 hasta mitad de 64 ("Deest folium in MS.", o sea en el manuscrito Alejandrino, se afirma en la p. 37 de la edición de Galland, que es la que ha seguido esta traducción). Por tanto, la numeración del último Capítulo es distinta en la presente edición.]

A toda alma que invocare su magnífico y santo nombre, conceda Él la fe, el temor, la paz, la paciencia, la tranquilidad, la continencia, la pureza y temperancia, para que sea agradable a su Santo nombre con el Sumo Sacerdote y Señor Nuestro, Jesucristo, por el cual le sean dadas la gloria, la majestad, el imperio y el honor, ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

Capítulo LVIII

Devolvednos, pues, prontamente con paz y con alegría a Claudio Efebo, Valerio Viton y Fortunato, que os hemos enviado, para que inmediatamente nos den cuenta de vuestra deseable y para nosotros deseadísima paz y concordia, y para que nosotros nos alegremos de vuestra tranquilidad, la gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros y con todos los que han sido llamados por Dios de todas partes por Él, por el cual se le den la gloria, el honor y el poder, la majestad y el solio eterno, por los siglos de los siglos. Amén.